27. Alquimia
Una obra constituye, en el fondo, la sombra de otra realidad; diferente, inaprensible, fugitiva, que se escapa de las manos si pretendemos capturarla. Así es la intención del creador, divergente con lo logrado; lo expresado sin pretender, que difiere de lo alcanzado de manera inadvertida; y el veredicto de la historia, frente a tantos olvidados en otro tiempo o recuperados después por la cultura de masas. Pero estas divergencias o inquietantes desplazamientos, en los que paradójicamente Marcel Duchamp hace recaer lo que él llama “coeficiente artístico”, ironía y paradoja a un tiempo de una realidad en el fondo inalcanzable, no devalúan el auténtico valor del arte (y de la arquitectura, como síntesis) como auténtica transmutación de la realidad. Se trata, según Duchamp, de un proceso cuasi alquímico, en el que el creador somete el objeto de sus pasiones y necesidades para lograr una auténtica transmutación (cambio substancial) de algo inerte en algo vivo, con alma. A través de una necesaria e ineludible escisión entre la mente que crea y el hombre que sufre se produce una singular ‘ósmosis estética’ entre los materiales, los procedimientos y la cultura. Con implacable precisión se delinea en este pequeño texto la turbulenta historia que el arte del siglo XX ha atravesado: la de una insospechada libertad al servicio, no del azar gratuito, ni de la vanalidad, a pesar de las malinterpretaciones que estas ideas han tenido en ocasiones, sino al servicio de una verdadera visión alternativa del mundo y de la realidad, como herramienta transformadora de la sociedad en otra diferente, alternativa, enaltecida por unos ojos que han querido ver el mundo como algo nuevo, más coherente con las necesidades del hombre y de su ser en el tiempo. Con extraordinaria lucidez se hace patente que el autor de este brevísimo texto conoce con singular precisión la cultura, la ciencia y el arte. De manera fulgurante nos propone una manera de medir lo “inalcanzable” del arte: el coeficiente artístico es una relación entre dos aspectos que se escapan a nuestras pretensiones, tantas veces en exceso simplificadoras, más allá del veredicto de la crítica y de la historia. El ensayo escrito por T. S. Eliot en 1919 “La tradición y el talento individual” sirve como telón de fondo de este singular discurso de 1957. La contemporaneidad de las ideas de T. S. Eliot, y su validez para la arquitectura, fue puesta, una vez más, de manifiesto en 1982, cuando la revista Perspecta, la Revista de Arquitectura de la Universidad de Yale –la misma que hace más de medio siglo diera a conocer las propuestas arquitectónicas de Louis I. Kahn– publicara de nuevo el ensayo de Eliot. La tradición, y aquí estarían de acuerdo Eliot y Duchamp, es un depósito dinámico que modifica el pasado y el presente, igual que una obra de calidad producida hoy, es a la vez modificadora del pasado y del futuro. Con palabras memorables el poeta inglés lo había escrito en sus Cuatro Cuartetos: “Time present and time past De esta singular síntesis en el tiempo de algo que está más allá del tiempo, y de ese núcleo que es el ‘acto creativo’, se nos habla con singular precisión en este breve pero esclarecedor texto: “Consideremos dos factores importantes, que son los dos polos de la creación artística: por una parte el artista, y por otra, el espectador, que con el tiempo pasará a ser la posteridad. Todo parece indicar que el artista actúa como un médium que, desde un laberinto más allá del tiempo y del espacio, intenta encontrar su salida hacia un claro. Si nosotros reconocemos al artista los atributos de un médium, entonces debemos negarle el estado de conciencia en el plano estético, con respecto a lo que hace o a por qué lo hace. Todas sus decisiones relativas a la ejecución artística de la obra dependerán de la pura intuición, y no podrán traducirse en un autoanálisis, ni oral, ni escrito, ni tan siquiera pensado. T.S. Eliot, en su ensayo Tradition and Individual Talent, escribe: “Cuanto más perfecto sea el artista más escindidos estarán el hombre que sufre y la mente que crea; y con mayor perfección su pensamiento asimilará y transmutará las pasiones que constituyen su material”. Millones de artistas crean; sólo unos cuantos miles son aceptados, o al menos discutidos, por el espectador, y todavía son menos los que consagra la posteridad. En última instancia, por más que el artista proclame a los cuatro vientos que él es un genio, tendrá que esperar al veredicto del espectador para que sus declaraciones tengan un valor social, y para que, finalmente, se vea incluido por la posteridad en los manuales de Historia del Arte. Ya sé que esta afirmación no va a contar con la aprobación de muchos artistas que rechazan ese papel de médium insisten en la validez de su conciencia en el acto creativo, (aún cuando la historia del arte haya establecido, sistemáticamente, las virtudes de una obra de arte a partir de consideraciones completamente ajenas a las racionalizadas explicaciones del propio artista). Si el artista, como ser humano cargado de las mejores intenciones con respecto a sí mismo y al mundo entero, no desempeña ningún papel en el enjuiciamiento de su trabajo, ¿cómo se puede describir el fenómeno que impulsa al espectador a reaccionar críticamente frente a una obra de arte? Dicho con otras palabras ¿cómo se genera dicha reacción? Este fenómeno es comparable con una transferencia del artista al espectador, en forma de una ósmosis estética que se produce a través de materia inerte, como los pigmentos, un piano o el mármol. Antes de ir más lejos, quisiera aclarar lo que entendemos por la palabra “arte”, (sin intentar llegar a una definición excluyente). El arte puede ser malo, bueno, o indiferente, pero sea cual sea el adjetivo usado, debemos llamarlo arte. El arte malo no deja de ser arte, del mismo modo que un sentimiento malo no deja de ser un sentimiento. Cuando me refiero al “coeficiente artístico”, debe entenderse que no sólo me refiero al gran arte, sino que estoy intentando describir el mecanismo subjetivo que genera arte en estado bruto, (à l´état brut), malo, bueno o indiferente. En el acto creativo, el artista pasa de la intención a la realización a través de una cadena de reacciones totalmente subjetivas. Su lucha por alcanzar la realización es una sucesión de esfuerzos, penas, satisfacciones, rechazos y decisiones que, al menos en el plano estético, ni pueden, ni deben, ser totalmente conscientes. Resultado de esta lucha es la diferencia entre la intención y la realización, una diferencia de la que el artista no es plenamente consciente. Por lo tanto, falta un eslabón en la cadena de reacciones que acompañan al acto creativo. Esta falta, que representa la incapacidad del artista para expresar plenamente su intención, esta diferencia entre lo que intentaba realizar y lo que realmente ha realizado, es el “coeficiente artístico” personal que contiene la obra. Dicho con otras palabras, el “coeficiente artístico” personal es como una relación aritmética entre lo no expresado pero pretendido, y lo expresado sin querer. A fin de evitar malentendidos, debemos recordar que este “coeficiente artístico” es una expresión personal del arte àl´état brut, aún en estado bruto, que debe ser “refinado”, (como el azúcar puro es refinado a partir de la melaza), por el espectador. El valor de dicho coeficiente no tiene nada que ver con su veredicto. El acto creativo adquiere otro aspecto cuando el espectador experimenta el fenómeno de la transmutación: A través del cambio que va desde la materia inerte hasta la obra de arte ha tenido lugar una auténtica transubstanciación, y el papel del espectador está en determinar el peso de la obra en la escala estética. En definitiva, el acto creativo no se realiza por el artista sólo; el espectador pone la obra en contacto con el mundo exterior descifrando, e interpretando, sus características internas, y con ello añade su contribución al acto creativo. Esto llega a ser más evidente cuando la posteridad da su veredicto final y, a veces, rehabilita a artistas olvidados.” (1) (1) “El acto creativo”, Marcel Duchamp, 1957. Sesión dedicada al acto creativo, convención de la American Federation of Arts, Houston, Texas, abril de 1957. Professor Seitz (Universidad de Princeton), Professor Arnheim (Sarah Lawrence College), Gregory Bateson (Antropólogo), Marcel Duchamp (simple artista). Publicado en SANOUILLET, Michel, PETERSON, Elmer (eds.), The Writings of Marcel Duchamp, Da Capo Press, New York, 1988, pp. 138-140 y en Marcel Duchamp, Escritos, Edición española dirigida por José Jiménez, Galaxia Guttenberg, 2012. Este texto fue publicado también en CIRCO, n. 68, 1999, revista editada por Luis M. Mansilla, Luis Rojo y Emilio Tuñón. A Luis Moreno Mansilla, Luis Rojo y Emilio Tuñón, editores de esta revista, les dedico este texto y su comentario. |