17. Forma
Dicen los antiguos que en la forma de cada cosa brilla la totalidad del ser; que cada uno de los seres, con una pluralidad de partes y elementos, limitado y apoyado en sí mismo, necesita, sin embargo, para su consistencia, del ser en su totalidad; que más allá de las partes en que las cosas se articulan, más allá de su campo limitado y cerrado, la forma de las cosas nos refiere a un espacio superior que está por encima de las estrechas condiciones en que podemos circunscribirlas. Se nos ha concedido el don de experimentar las formas del mundo. Podemos percibirlas en su capacidad de reunir y agrupar lo arbitrariamente disperso, en su unicidad, en ocasiones esplendorosa y brillante, que nos hace intuir que el universo tiene sentido. Pocas palabras están tan desgastadas y tan vanalizadas como la palabra “forma”, que preside el pensamiento clásico… Goethe, sintetiza lo que más tarde se ha llamado la intuición morfológica en el pensamiento occidental, una actitud de distancia y veneración por el misterio del ser y por la forma de las cosas y del mundo en ellas… plenitud en la limitación. Han Urs von Balthasar sintetiza este hilo conductor en el pensamiento de occidente: “Y qué sea lo bello lo sabemos por la experiencia sensible, que nos lo presenta y nos lo vuelve a arrebatar, nos lo revela y esconde con vaivenes incomprensibles, en distintos niveles de profundidad: en un nivel superficial como deliciosa forma singular, o como impresionante iluminación de un paisaje, o como un sonido que se percibe en la intimidad; en otro más hondo, donde lo casi imperceptible -un rostro senil por ejemplo, o el contenido y silencioso dolor de una madre- delata de una vez una belleza secreta, tan escondida, que en ciertas experiencias del mundo permite ver también la crudeza, la visible deformidad, hasta el límite de la crueldad sin sentido, la mezcla con lo vulgar, la humillación, todo ello referido a una totalidad que puede y debe ser afirmada, tal como es, sin dulcificar. Sería innoble condenar las formas antiguas y modernas de semejante concepción del mundo, que buscan acordar en una última armonía las más extremas tensiones del ser, entre las cuales se abre el abismo de la muerte y del pecado: así en la tragedia, o en Heráclito o Empédocles. Las grandes tragedias -como “El Rey Lear”- obligan al espectador a incluir en su concepción del mundo las cosas más terribles y desgarradoras. No hay arte ‘clásico’ grande sin una herida desgarrada en el corazón del ser, y en el corazón del hombre en el que el ser se ilumina. […] Aquí, donde en diversos grados de claridad brilla la totalidad del ser en cada uno de los seres, es donde se presenta el concepto de la forma. Este concepto se refiere a una totalidad de partes y elementos, concebida como tal, limitada y apoyada en sí misma, que, sin embargo, para su consistencia, necesita no sólo de un ‘ambiente’, sino en definitiva del ser en su totalidad, y en esta necesidad es una representación ‘contracta’ del ‘absoluto’ (como dice Nicolás de Cusa), en cuanto que en su campo cerrado trasciende y domina las partes en que se articula. […] Cada objeto existente tiene en sí mismo… su propia existencia, e igualmente la concordancia por la que existe”, dice Goethe y prosigue: “La medida de un objeto es una operación burda, que en cuerpos vivos no se puede aplicar más que de una forma incompleta. Un ser vivo existente no se puede medir con nada que esté fuera de él, y, en caso de tener que hacerlo, él ha de ser su propia medida, que será puramente espiritual y por lo tanto no se podrá apreciar con los sentidos”. Como Goethe (de acuerdo con la gran tradición) sólo puede concebir la forma individual como “partícipe de la infinidad” […] tampoco nosotros “podemos comprender del todo el concepto de la existencia y de la plenitud del ser viviente más limitado”; Goethe alcanza así en su expresión ontológica el concepto de lo sublime: «Si el alma percibe una relación como en germen, cuya armonía, si estuviera totalmente desarrollada, no podría abarcarla ni percibirla de golpe, esta impresión la llamaremos sublime, y es lo más glorioso en lo que pueda participar un alma humana.» De este texto puede deducirse por qué el concepto de la forma pudo y tuvo que ser introducido en el primer volumen de esta obra. Todo ser real que encontramos es una forma según grados analógicos, en los que la «altura de la forma» se juzga según la mayor fuerza de la unidad que integra elementos múltiples (Ehrenfels), pero todas las formas apreciables espiritualmente nos remiten más allá de sí mismas al ser completo y perfecto, que según Goethe «nosotros no lo podemos pensar». La luz que surge de la forma y se abre al entendimiento es de este modo inseparablemente luz de la propia forma (la escolástica habla por ello de «splendor formae») y luz del ser total, que baña la forma, para poder tener en general una forma única. Con la inmanencia crece la trascendencia. Expresado estéticamente: cuanto más alta y pura es una forma, tanta mayor luz surge de su profundidad y tanto más nos remite al misterio del ser total. Religiosamente expresado: cuando más espiritual y autónomo es un ser, tanto más sabe en sí mismo de Dios y con mayor claridad se remite a El.” (1) (1) BALTHASAR, Hans Urs von, Gloria: Una estética teológica, Vol. 3. Ediciones Encuentro, Madrid, 1995, pags. 31-33. |